Los pescadores de la Barceloneta tienen nueva lonja, pero lo nuevo no tiene historia. Sí la tenía la vieja lonja que supo de mi soñadora adolescencia. En el barrio marinero de la Barceloneta, cada tarde, al llegar las barcas de los pescadores, se vivía un pequeño acontecimiento, un alboroto. La vieja lonja se llenaba de ruidos, cajas de madera, voces despeinadas, gritos sin afeitar y botas de lluvia, que entonces llamaban katiuskas. Hielo en las cajas donde brillaba el pescado, mangueras regando el resbaladizo suelo, albaranes mojados y una especie de aguerrido mongol con la cabeza rapada, gran bigote y voz de trueno que comenzaba a recitar la diaria letanía de la subasta. Quimet Aviñó, apodado el Pispapops, era el gran subastador, el gran sacerdote de una ceremonia laica en la que aún no participaban ni micrófonos, ni altavoces, ni pantallas. Todo transcurría a voz en grito.
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